viernes, 21 de noviembre de 2014

Leyendas II


La Princesa Ico

Transcurría el siglo XIV. Una tormenta hizo embarrancar al navío del español Martín Ruiz de Avendaño en la costa de Lanzarote. El marino tuvo la suerte de que Zonzamas, el gran rey, le diera la bienvenida. Permaneció en la isla durante seis meses, disfrutando de la hospitalidad de los aborígenes. Pero también hubo otra razón para quedarse tanto tiempo allí. Fayna, la sublime esposa de Zonzamas, había conquistado su corazón.
Después, Martín Ruiz de Avendaño salió de nuevo a la mar. Nunca más se supo de él pero, a los cuatro meses de su partida, Fayna dio a luz una niña. Se le puso de nombre Ico y pronto se vio que era una princesita rubia y de piel blanca, lo cual alimentó los rumores entre los lanzaroteño. Ciertamente, no les había pasado desapercibido el romance entre el forastero y Fayna.


Cuando Zonzamas murió, le sucedió su hijo Tinguafaya. Sin embargo, no ejerció el poder durante mucho tiempo, porque a poco de ser nombrado rey, unos piratas españoles lo raptaron, junto con su esposa y otros setenta aborígenes que fueron vendidos como esclavos.

Después del corto reinado de Tiguafaya, le siguió en el poder Guanareme, otro hijo de Zonzamas. El nuevo rey se casó con su hermana Ico. En aquellos tiempos, esta costumbre resulta común entre los aborígenes de varias hijas del archipiélago. No obstante, tampoco a este monarca le esperaba un reinado muy largo. Perdió su vida luchando contra unos piratas que visitaron Lanzarote en busca de esclavos.

Guanareme tenía un hijo, Guadarfía, al que ahora le tocaba reinar. Pero Atchen, un pariente cercano, también reclamaba el trono. Éste administraba una dilatada región de Lanzarote y tenía tantas relaciones importantes como poder entre los guerreros. Además, Atchen sostenía que Ico no era hija de Zonzamas, sino fruto de la relación de la reina con aquel extranjero. Por tanto, su hijo Guadarfía tampoco descendía directamente de Zonzamas y no le correspondía subir al trono de manera legítima.

El consejo o tagoror de ancianos se reunió y, como suelen hacer los sabios para salvar sus espaldas cuando no saben qué decisión tomar, dejaron la resolución del problema en manos de la suerte o de sus divinidades. El consejo decidió, pues, que Ico debía someterse a una prueba sobrenatural, para comprobar su ascendencia real.

El día fijado para la prueba llegó. Llevaron a Ico y a sus tres damas de compañía a una cueva. Cientos de lanzaroteños acudieron a contemplar el macabro espectáculo. Cuando la reina estuvo en la entrada de la gruta, miró al gentío y pudo distinguir algunos rostros queridos, cubiertos de lágrimas, como el de su hijo Guadarfía. Solo su vieja matrona se atrevió a contravenir las normas y acercarse a ella para abrazarla. Un anciano hizo una seña y un par de hombres apartaron suavemente a la vieja para que el acto continuara. Aparentemente fuerte y segura de si misma, Ico entro en la cueva, seguida de sus compañeras. Delante de la gruta, se amontonaban ramas verdes. Las cuatro mujeres penetraron en aquel agujero y un guerrero encendió una hoguera sobre la que fue depositando el ramaje verde. Se produjo una gran humareda. Con hojas de palmera, dos hombres abanicaban el humo hacia el interior de la cueva.

Las mujeres encerradas comenzaron a sentir que les picaban los ojos y la garganta. Por fuera, el pueblo esperaba con expectación el resultado de la prueba: si Ico no muriera asfixiada, sería la demostración de que la sangre que fluía por sus venas era sangre real. Después de poco tiempo, se oyeron los gritos de las mujeres. Luego, una tos ahogada. Al final, los sonidos que provenían de la cueva se debilitaron y se extinguieron. Sin embargo, todavía la hoguera continuó encendida y los verdugos siguieron enviando humo hacia el interior.

Mucho rato más tarde, apagaron el fuego y los ancianos del consejo penetraron en la gruta. Delante de ellos, en el suelo, se encontraban tumbados los cuerpos sin vida de las tres compañeras de Ico. Su postura era retorcida y sus ojos continuaban muy abiertos por el terror y la agonía. Más adentro, apoyada en la pared de la cueva, se hallaba Ico, ennegrecida por el humo. Sus ojos eran dos ascuas que miraban a los viejos. Sin pronunciar una palabra, dio algunos pasos tambaleantes. Rechazó cualquier ayuda y, lentamente, salió de la cueva con la cabeza levantada, parpadeando. Atardecía y la luz de la puesta de sol bañó su figura renegrida. Se acercó a su hijo Guadarfía, el nuevo rey de la Isla, y lo abrazó. La multitud, reunida delante de la cueva, estaba delirante de júbilo ante el prodigio que acababa de realizarse ante sus propios ojos.

Como suele suceder en las historias mágicas, sólo unas pocas personas se enteraron de qué manera se había realizado aquel milagro. El resto, nunca supo cuál fue la verdadera razón por la que una de las viejas curanderas se había abierto paso hasta la princesa, a través de los asistentes a la prueba. Esa anciana mujer había ejercido durante muchos años como matrona. Ya cuando Ico nació ella había prestado sus manos sabias y hábiles para que la niña llegara sana a este mundo. Después, ayudó a Ico a tener a su hijo Guadarfía y curó a éste de no pocas heridas en sus correrías de niño y de adolescente. Para muchos aborígenes, la anciana no era sólo matrona sino también una inteligente curandera.

A nadie extrañó que la vieja abrazara a Ico, pero lo que ninguno de los presentes observó fue cómo, subrepticiamente, la matrona le entregaba una esponja marina, mojada en agua, y le rogaba que se la pusiera en la boca para respirar a través de ella cuando comenzara a entrar el humo.

Así, Ico pudo salvar su vida y el trono de su hijo.


Tibiabin y Tamonante



Una pared de piedra, extendida de mar a mar, dividía la isla de Fuerteventura y separaba sus dos reinos. Guise era monarca de Maxorata; Ayose de Jandía. Sus continuas discordias acabaron cuando el muro fue alzado y el aislamiento hizo posible la tranquilidad y la convivencia sin hostilidades.

Tanto Guise como Ayose y sus súbditos profesaban gran estima a Tibiabin la pitonisa. Adivinatoria como Guañameñe, el augur de Tenerife, y como Yoñe, el oráculo del Hierro, sus vaticinios siempre se habían confirmado. Igual estima y respeto sentían por Tamonanate, hija de Tibiabin, sibila como ella y consejera de gran predicamento. La voz de Tamonante era oída en las asambleas de los nobles a quienes exhortaba a cumplir sus juramentos y a mirar por el bienestar de los isleños. Ella cuidaba que las leyes no fuesen meras palabras dictadas en vano.


Y Guise y Ayose quisieron conocer el porvenir de sus reinos y los acontecimientos que aguardaba a sus vidas. Se reunieron con Tibiabin y Tamonante, las pitonisas de Fuerteventura: -“¿Qué fin es el que nos espera?”
Varios gánigos de leche vertió Tibiabin sobre el efequén invocando las señales del futuro. Tamonante, con el tafiaque de pedernal, sacrificó una pequeña baifa y entregó las vísceras a su madre. La sangre aún tibia y reciente sobre los despojos, en ella leyó Tibiabin: -“Llegarán gentes poderosas por el mar en sus casas blancas. No temáis ni le tratéis con violencia. Antes bien, recibidles con alegría y entregaros a sus designios pues solo beneficios traerán a nuestra tierra.”

No agradó a Guise, tampoco a Ayose, lo que Tibiabin acababa de profetizar, mas nada dijeron. Marcharon silenciosos cada uno a sus dominios tras la ringlera de piedras del muro.

La arribada de las naves de la expedición de Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle quebró la calma maliciosa de la isla. Los europeos de tardaron en revelar sus propósitos: les guiaba el afán de riqueza, el deseo de hacer esclavos para venderlos. Y tanta era su ambición que entre ellos mismos, gascones y normandos, se producían indisciplinas y desórdenes, desvíos y traiciones. Aprovecharon pues los isleños para sumar victorias en los combates y aniquilaron a los guardianes del castillo de Risco Roque, la fortaleza que habían edificado los invasores. Más Tibiabin y Tamonante auguraron grandes desgracias si no cesaban las hostilidades, sino rendían sus fuerzas y se doblegaban a los extranjeros.

Fue mucha la sangre acumulada bajo el vuelo siempre siniestro de los guirres. Guise y Ayose comenzaron a sufrir reveses en la contienda ya que los extranjeros andaban mejor armados. Sin embargo, los dos soberanos de Fuerteventura veían en sus derrotas el castigo por haber desoído las voces proféticas de las pitonisas. Y así, primero el uno, después el otro, ambos en compañía de buen número de adictos, resolvieron entregarse a los invasores.


Creyó entonces Tibiabin que se iniciaría una nueva era de fecunda y apacible prosperidad para la isla. Tal vez, como le había oído a ciertos europeos que visitaron Fuerteventura antes de la expedición de Juan de Bethencourt, empezaría el tiempo de paz perpetua y de felicidad que traía consigo el bautismo. Eso pensaba Tibiabin que secretamente guardaba las enseñanzas de aquellos europeos. Eso dijo su hija Tamonante. Y eso repetían ambas a quienes aún se negaban a rendirse.

Ya no Guise, sino Luis. Tampoco Ayose, sino Alfonso. Tales fueron los nuevos nombres impuestos al ser bautizados a quienes habían sido los monarcas de Fuerteventura. Y con sus nuevos nombres, ellos que poseyeron toda la islas, recibieron cuatrocientas fanegas de labrentío y frutal, exentas de tributos durante nueve años. También Tibiabin obtuvo merced de tierras de parte de los conquistadores.

Poco a poco propagaron los europeos sus modos y sus normas, mientras recorrían la isla proporcionándose orchilla y otros productos de los que se sacaban pingües ganancias. Aprendieron los isleños a confeccionar muchos alimentos, a hablar en otro idioma y creer en otra religión, a cultivar los campos y a construir más amplias y mejores habitaciones.

Mas luego que Juan de Bethencourt delegara en su sobrino, el tiránico Maciot, el gobierno de la isla, y cuando fue escasa la orchilla y el sequero agotó las simientes, los europeos trataron con miserable desdén a los isleños muchos de los cuales fueron presos y vendidos. El miedo y las amenazas se establecieron en la isla. Tibiabin y Tamonante, las pitonisas que vaticinaron una nueva época, fecunda y feliz, por amor de los extranjeros, sintieron sobre ellas el peso del odio y el desprecio de sus gentes. Como una maldición secreta pero ineludible.

Cruzó el viento por sobre los jables de la isla, persistieron calcosas, aulagas y verodes bajo el cielo parco de lluvias, Maciot de Bethencourt huyó y vino Hernán Peraza a sucederle, y aquella maldición nunca dicha que pesaba sobre Tibiabin y Tamonante hubo de cumplirse. Desembarcaron los piratas en las playas de Fuerteventura y, con asombrosa rapidez, capturaron a algunos pastores y varias mujeres. Tibiabin cayó prisionera. El alisio hinchó las velas del navío cuando, sin que pudieran evitarlos los isleños, se alejó de la playa con rumbo incierto.


No soportó Tamonante el verse sola, apartada de su madre. El dolor le fue adentrando hasta doblegarla, hasta confundir sus sentidos y anegar su entendimiento como en una nube de calima. Nadie reparó en ella cuando se detuvo al borde del barranco del Janubio. Ni siquiera supo por que se arrojó al vacío.


La Maldición de Laurinaga

En el siglo XV, don Pedro Fernández de Saavedra, fue nombrado señor de Fuerteventura. Don Pedro, tan conquistador en el amor como en la guerra, cobró fama, nada más llegar a la isla por sus aventuras con las muchachas guanches. Se casó, al poco tiempo de llegar allí, con doña Constanza Sarmiento, hija de García de la Herrera, y tuvo catorce hijos, amén de todos los ilegítimos que sembró por la isla en sus frívolas aventuras.

Con el transcurso de los años, uno de los hijos de doña Constanza, don Luis Fernández de Herrera, se convirtió en un apuesto caballero, heredando todos los defectos de su padre, pero ninguna de sus virtudes. Era altanero, petulante y conquistador; pero cobarde para la guerra. Y le resultaba divertido seducir a las muchachas indígenas, que le miraban como a un héroe.

En una ocasión, se encaprichó de una bellísima doncella que había sido bautizada como cristiana con el nombre de Fernanda. A la muchacha no le disgustaba la presencia de don Luis; pero no se decidió a poner en juego su reputación accediendo a sus deseos. Pasaron los meses y el galán siguió acosando a Fernanda, que cada día se sentía más dispuesta para aquel juego, hasta el extremo de aceptar una invitación de don Luis para asistir a una cacería organizada por su padre.

Llegado el día, don Luis se las arregló para estar solo toda la mañana con la ya enamorada doncella. Comieron plácidamente a la sombra de un chopo y poco después el joven caballero la invitó a dar un paseo. En animada conversación llegaron a una espesa arboleda cuando ya la tarde declinaba. Don Luis, creyendo que ya había llegado el momento de prescindir de galanteos platónicos, intentó abrazar a Fernanda. Ella trató de defenderse, pero comprendiendo que le sería imposible hacerlo, pidió socorro a grandes voces. Los gritos fueron oídos por los cazadores, y advirtieron la ausencia de la pareja.

Don Pedro montó en su caballo y, en compañía de otros caballeros, picó espuelas para dirigirse hacia allí. Antes de que llegaran, pudo acudir un labrador indígena, que al ver la situación de la doncella trató de defenderla de don Luis. Éste, ofendido y molesto, desenvainó un cuchillo, dispuesto a quitar la vida a aquel indígena. Pero no fue posible, porque, tras unos minutos de lucha, el labrador pudo arrebatar el arma a don Luis. Iba a clavársela, como venganza, ciego de ira, cuando don Pedro, que llegaba a todo galope y había visto la escena se precipitó con su caballo sobre el campesino que cayó con violencia al suelo y murió en el acto.

Entonces apareció de entre los árboles una anciana indígena, madre del labrador, que, lanzando una mirada dolorida sobre aquel cuadro, se dio cuenta enseguida de lo ocurrido. Levantó la cabeza para conocer al causante de aquella muerte, y se encontró con don Pedro, el caballero que la había seducido en su juventud y del que había tenido aquel hijo que acababa de morir. La anciana, al reconocerle, ciega de indignación, le hizo saber que ella era Laurinaga y que aquel cadáver era el de su propio hijo. Luego, elevando los ojos al cielo, como invocando a los dioses guanches, maldijo con voz temblorosa y acento grave aquella tierra de Fuerteventura, por ser señorío de aquel caballero don Pedro Fernández de Saavedra, causante de todas sus desgracias.

Dicen que a partir de aquel momento empezaron a soplar sobre aquellas tierras los vientos ardientes del Sahara, que se empezaron a quemar las flores y toda la isla fue convirtiéndose en un esqueleto agonizante, que, según la maldición de Laurinaga, acabará por desaparecer.

La princesa Guayanfanta

Guayanfanta era hermana del cacique Mayantigo, señor de Aridane ( Isla de La Palma). Era esta princesa una mujer hermosa. Alta, fuerte, bien proporcionada. Su bronceada tez, curtida por mil soles y vientos, contrastaba con unos ojos claros, de dulce pero firme mirada. Una negrísima cabellera suave y brillane se desparramaba por encima de sus hombros, con la majestuosidad de un manto real. Era, en efecto, una verdadera princesa.


Se casó con el afamado Chioare, joven de singular destreza y bella estampa varonil, era hombre de confianza de su cuñado Mayantigo.

No había tenido este matrimonio descendencia y quizás esto hubiera sido el motivo por el cual ambos esposos se pudieron dedicar con una mayor intensidad tanto al ejercicio de las armas y los más rudos deportes, como a la práctica de múltiples obras de caridad y ayuda entre sus hermanos de raza, por lo cual eran muy estimados y queridos entre su pueblo.

Pero la felicidad no podía ser eterna. Un aciago día Chioare caía muerto en un combate contra los enemigos, que venidos de tierras extrañas, pretendían arrebatarles sus idílica paz. Sobre su cadáver, incapaz de contener sus lágrimas, pero con un firme gesto de resolución en su bello rostro, Guayanfanta  habiéndose prometido a sí misma, consagrarse a la defensa de su pueblo y no descasar en la lucha hasta ver alejado para siempre al invasor. Para el tiempo en que se refiere esta historia, la princesa contaba ya alrededor de los treinta y cinco años, hallándose en la plenitud se su vigor físisco y de la animosisdad contra los enemigos de su pueblo.

En uno de los desembarcos efectuados por los españoles por los terminos del cacique Mayantigo, este se había aprestado a la defensa. Naturalmente allí estaba Guayanfanta, como un bravo más, en el lugar que hubiera ocupado su inolvidable Chioare.

La escaramuza fue dura y violenta. En aquella oportunidad la fortuna volvía sus espaldas a los nativos que se vieron seriamente comprometidos.

Considerandose perdida y dominada por el ardor de la refriega. Guayanfanta apresó a uno de los soldados enemigos, con todo su vigor, y sujetándole por debajo del brazo, trató de huir con él en volandas hacia un próximo risco, con la idea de lanzarse al abismo en compañía de aquel enemigo para que su muerte fuera al menos compensada de alguna manera.

Por forutuna, los compañeros de ésta se dieron cuenta del rapto, logrando apoderarse de Guayanfanta y arrebatarle la presa. Mas como ella insistiera en su intento de lanzarse al abismo, no encontraron mejor solución que herirla en ambas piernas, para que no pudiera caminar, no contándonos la Historia el tiempo que tardó en reponerse de ello, ni si en lo sucesivo empleara en mejores empresas sus bélicas artes.



 Tenesoya Guayarmina


La princesa Tenesoya Guayarmina era hija del Guanarteme de Gáldar, Egonayga Guachisemidan que más tarde pasaría a la Historia con el nombre de Fernando Guanarteme. Fué educada Guayarmina como correspondía a los hijos de la clase noble y casta real, que difería sensiblemente de la impartida a los de la plebe o clase llana. En la época que precedió, después de la muerte de Doramas en Arucas, a manos de Pedro de Vera, a la derrota de Egonayga en Gáldar y su ulterior prisión. La muerte de Doramas planteaba un serio problema a la gente de Telde, que quedaba así sin cabeza. Las cicunstancias bélicas que presidieron las actividades comunes del pueblo canario por aquellos días, habían sembrado gran confusión entre los grupos del guanartemato del extinto Doramas y las ambiciones se habían desatado en torno a la sucesión. Sin embargo, parecía prevalecer el criterio de un valiente guerrero llamado Taxarte, quien preconizaba el establecimineto de la unidad canaria de los tiempos de la reina AtidamanaPretendía que ambos guanartematos, el de Telde y el de Gáldar, pasaran a manos de Ventajuy, hijo del fallecido Ventahore, Guanarteme de Telde, que al morir no había dejado hijos mayores para sucederle, razón por la que Doramas se impuso, en su condición de sobrino como sucesor. 

A la reinvindicación de esta pretendida usurpación, agregaba Taxarte la favorable circunstancia de haber sido preso y conducido a la Peninsula, para su presentación en la Corte, el Guanarteme de Gáldar, por lo que ambos guanartematos se hallaban acéfalos, reinando una gran anarquía entre las gentes canarias, pese al esfuerzo de los guayres y faicanes por conservar el control y la unidad. Ventajuy Semidán era a la sazón un joven de escasos veinte años. Por su valor y prendas personales prometía ser todo lo que de él se esperaba. Se crió con su tío el gran Faycan Achemagan, hermano de ambos guanartemes, y este joven se enamoró de su prima la piencesa Tenesoya Guayarmiana , que para la época tenía dieciocho años, pasando por joven de repuada y extramada belleza. Veían Taxarte y Achemagan con muy buenos ojos estas relaciones, porque ellas facilitaban la unión de los dos guanartematos, por ser Guayarmina hija de EgonaigaDespués de la batalla de Arucas y de la muerte de Doramas a manos del capitán gobernador Pedro de Vera, decidió éste terminar de una vez para siempre con aquella política de contemporizaciòn y convenios con los caciques nativos, poniéndose a atacar Gáldar, poner preso al Guanarteme Egonaiga y enviarlo a la Península. Así lo hizo. Entre las pesonas que pudieron escapar a esta prisión se halló Tenesoya Guayarina, que recogida por sus parientes fue entregada a su tío Achamagan, circunstancia esta que al aproximar a ambos jóvenes contribuyó grandemente a consolidar su mutuo afecto.En medio de aquel ambiente impregnado de las más encontradas emociones y sobresaltos, en medio de aquellos días de agonía para un pueblo que luchaba desesperadamente por su independencia, sumergidos en aquellos atardeceres de reflejos sangientos abocados a un amanecer de efímeras esperanzas, sobresaltados por los rumores y por las sombras que los vientos traían arrastrando preñados nubarrones negros presagios, en medio del frenesí, de la lucha y del canto de guerra, Ventajuy y Guayarmina, escriberon para la posteridad de su pueblo la más bella página de una historia de amor, que termianaría con el elevado final de la clásica y suprema tragedia. Fueron innumerables los actos bélicos en los que el joven Ventajuy tomó parte, siempre acompañado y dirigido por el fiel TaxarteRegresó Egonaiga de la corte, bautizado y convertido en Fernando Guanarteme, investido con la alta sacrosanta misión de pacificar y convertir a su pueblo. Es indudable que la caballerosidad, las naturales y nobles prendas de este nuevo caballero adalid de la Cruz y de la espada, que fue Fernando Guanarteme, habían de fructificar en un inmediato futuro, dando fin a la tarea conquistadora. Así fue en efecto, Fernando, secundando los directos esfuerzos de Pedro de Vera, intervino como pacificador, no sólo en los conflictos armados de esta isla de Gran Canaria, sino también en el resto de los territorios isleños que quedaban por conquistar, en unión de otros notables guerreros canarios sometidos a la Corona. Es fácil imaginar el clima de tragedia y de heroísmo que tuvo que suponer para unos y otros, guerreros aborigenes y aborigenes pacificadores, el hecho de encontrarse frente a frente defendiendo respectivamente los más absolutos e irrevocables principios. Cuantas veces, en aquellas confrontaciones, en las que agotados los recursos de la discusión y de la persuasión, se llegaba al uso de las armas, no caerían traspasados hermanos por hermanos e incluso padres contra hijos. Podemos imaginar lo angustioso de aquella lucha intima y porfunda, de aquella agonizante batalla que en su interior tendría que librar Fernando, enfrentado en su misión pacificadora no sólo con los intereses de su pueblo, sino con la vida de sus propios deudos, como aconteció ante la últiama y definitiva batalla de Ansite en la que se enfrentaba con su sobrino Ventajuy Semidán y la felicidad de su propia hija GuayarminaLa batalla de Ansite se localiza entre Gáldar y Tirajana, el día 29 de abril de 1483 y es la culminación de la conquista de Gran Canaria. Habíase atrincherado el resto de la huestes canrias integradas aproximadamente por unos mil hombres y otras tantas mujeres y niños, en los altos de Tirajana, lugar muy propicio para una efectiva y encarnizada defensa. Pero las fuerzas de Pedro de Vera además de ser considerables y estar mejor armadas, habían rodeado las posiciones canarias y el resultado final prometíase muy adverso, aunque probablemente muy sangriento, para la causa de los canarios.En estas circunstancias, Pedro de Vera solicitó los buenos oficios, como habitualmente solía hacerlo, del viejo, Fernando Guanarteme, quien por última vez en su propia tierra y sobre su propia carne iba a intervenir en semejante desempeño. 
Los dialogos entre los dos bandos fueron de palabras implorantes unas veces y amenazadora otras, pero siempre afectuosas y persuasorias por parte de Fernando Guanarteme, termiando por fin con el triunfo de las razones de Fernando que, en nombre de la autoriada del Gobernador español, prometió a los canarios todo género de venturas y felicidades y el respeto de vidas y haciendas si se sometían sin pelear. Pero el Gran Faycan y su sobrino Ventajuy, no aceptaron tal resolución y sin otra alternativa que favoreciera su actitud de intransigente rebeldía, prefirieron la muerte. Ambos se miraron un momento, sin hablar, sin romper el quieto y espeso silencio que los rodeaba. Se abrazaron, y al grito de ¡Atis Tirma!, saltaron despeñándose en un barranco cercano, dos mujeres les siguieron prefiriendo la muerte antes que la deshonra de ver a su pueblo sometido. 
Esta muerte por despeñamiento era muy tradicional entre los canarios. Estando presente Guayarmina, que frustrada su intento de acompañar en la muerte a su prometido, al ser contenida fuertemente por parientes y amigos se reintegró con su dolor al hogar paterno, añadiendo la tradición que su padre la hizo bautizar y tomar el nombre de Catalina. tenía entonces dieciocho años y en aquella alma virgen e inocente habría de quedar grabada para siempre la impronta indeleble de la última gesta que truncaba todas sus esperanzas y escribía la última página, roja y brillante, en medio de la desesperación de su negrura, para aquel pueblo cuyas vicisitudes habían comenzado apenas cien años atrás.

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